Si me sigues desde hace tiempo, me habrás oído hablar mucho de la importancia de «estar en el cuerpo».
Siempre ha sido así.
Cuentan, a través de los relatos de mi madre, que caminé a los 10 meses y que mi infancia está salpicada de actividades al aire libre entre patinaje, carreras, árboles a los que trepar y, si no había árboles, hasta los postes de las señales de tráfico servían (¿precursor del baile en barra?).
Y luego estaba ella, la danza, el punto de unión para la niña que yo era entre arte, movimiento, expresión personal, silencio, concentración, disciplina.
Durante los primeros 15 años de mi vida, la danza fue el lugar seguro, el lugar que ennobleció mis días, que llenó mi corazón a veces de asombro y a veces de amargura, que alimentó mis aspiraciones y mis heridas. Un gimnasio de la vida real.
De sabotaje en sabotaje, entre torceduras de tobillo y distensiones de tendones, llegó en algún momento el momento de pedir la baja, y a partir de ahí pasé por varios años difíciles, en los que la falta de ese «todo» era dolorosa y me hacía sentir un poco perdida.
Fue hacia mediados de los 90 cuando irrumpió en Italia el mítico aeróbic, con el habitual retraso respecto a EEUU. Y fue como si la vida volviera a encenderse dentro de mí, ¡música, movimiento, adrenalina de nuevo!
No te voy a contar ahora (puede que haya ocasión) qué me dio el valor para apuntarme a la formación de instructora de fitness… ¡el hecho es que lo hice! y que, con un valor que realmente no me correspondía en aquel momento, ¡todavía recuerdo el día que entré en un gimnasio recién abierto, ofreciéndome como instructora!
A partir de un «vale, vamos a intentarlo» comenzó uno de los periodos más agradables de mi vida, y si lo miro hoy veo cómo la misión de «ser una guía para el bienestar» ya había encontrado una forma de expresión.
No tengo fotos de esa época, pero te pongo ésta, de Jane Fonda, que cuenta muy bien un poco esa época en el mundo del fitness 🙂